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Ofrecer en sacrificio a los ancianos.

 

Cómo nos ha cambiado la vida eso, eh? Ya nada será igual ‘, decía una auxiliar de geriatría en ’30 minutos’ del domingo, disponible en la carta aquí. El programa denunciaba la desatención que han sufrido las residencias de ancianos ante la crisis de la Covidien, con un personal que de inicio no fue considerado esencial dentro del sistema sanitario y por tanto no recibió material de protección, ya no es necesario decir las famosas pruebas de los famosos. Todo esto, que es inexcusable por sí solo, aunque lo es más si tenemos en cuenta que incluso la canalleta de cinco años sabía desde el primer día que la población de más riesgo era la de más edad. De momento no ha habido dimisiones, pero también es cierto que en estas latitudes la noticia sería lo contrario.

Sentir los testigos del ’30 minutos ‘es como poner alma al contador que registra los muertos en geriátricos aparte de los’ normales ‘en hospitales. Y eso que el espectador sólo verá instalaciones limpias y luminosas, habitaciones dignas y un personal entregado hasta el sacrificio. Hay verá madrinas, más que padrinos, queridas y reverenciadas por las cuidadoras, más que cuidadores. Hay verá el caso paradigmático, que no sé si es siempre el mismo, de las trabajadoras confinadas con los residentes para no llevarlos fuera más números de la lotería macabra. Detalles que son puntitos de luz dentro del drama: tanta gente movilizada, indignada, berrinche por ‘sus’ viejos, erigiéndose se en portavoces, valorándolos la vida que los demás igual que si la acabaran de empezar.

Pero estos padrinos son, por decirlo así, una especie de clase privilegiada entre sus semejantes. Son personas bien atendidas, con servicios y profesionales a disposición, en centros que probablemente cuestan un ojo de la cara. Y con todo, sufriendo tanto como podamos imaginar, algunos aislados durante semanas a sus prístinas habitaciones, pidiendo a las auxiliares plastificadas cuánto falta para que puedan bajar aunque sea en el comedor. Está claro que el privilegio de verdad es poder vivir en casa hasta la última bocanada, cuidados amorosamente por las amorosas manos de nuestras familiares -no es femenino genérico, es femenino estadístico.

Gracias al tráfico del amor desinteresado, las arcas mundiales han ahorrado millonadas, y esta costumbre secular de obtener cuidados gratuitas parece que ha condicionado toda remuneración a la baja. Cambiar si no, las trabajadoras de las residencias cobran un 30% menos que las del mismo perfil en un hospital, que tampoco deben nadar ‘en la ambulancia’, como decía aquella. Y eso sin entrar en el mercado sumergido de las cuidadoras a domicilio, que sus retribuciones, como ellas mismas, deben ir reventadas. Esta es la realidad sobre la gente mayor que tiene el ‘privilegio’ de estar confinada entre cuidados y dedicación, y que es una minoría. Porque no nos ha hecho falta nunca ninguna pandemia para saber que no en todas las residencias hay ángeles de la guarda, ni residentes bien alimentados e hidratados, ni directores que se prestarían a abrir las puertas ante las cámaras. Y si el incómodo final de la vida suele pasar detrás de cortinas y paredes, duele pensar como han sido, de gruesas, las que nos han tapado tantos finales de vidas en tan poco tiempo.

Más allá de la empatía por nuestros abuelos, el drama de las residencias también nos golpea porque nos vemos. Residencia, no residencia, puede ser un dilema que nos encontraremos al final del camino -de nuevo, si tenemos el privilegio. Porque, si mucho no cambia todo, los boomers jubilados no tendremos jubilación, habremos llevado menos hijos al mundo que nuestros padres, y, los que hayan cumplido con la naturaleza, tal vez la descendencia no podrá reunir la mesada para una preuadíssima plaza residencial donde poder acabar de vivir ‘sin dar trabajo’. En este punto el teclado me sol, también, hacia la gente mayor que vive confinada sin recursos materiales ni humanos; que, si conserva la casa, tal vez ya no puede bajar por la escalera; que, ni ahora ni antes, no tiene nadie con quien intercambiar ninguna videollamada. Sí, también nos podemos encontrar, que no hay nada escrito en esta historia.

Con esto quiero decir que en la indignación por haber abandonado nuestros viejos hay un componente egoísta, porque hoy son ellos y mañana podemos ser naltros. Porque hemos visto de qué es capaz un estado dedo ‘del bienestar’ (también lo llaman de derecho ‘, ve) contra quienes la han levantado: ofrecer el sacrificio de la población’ deficitaria ‘por el bien superior de la economía. Porque si el virus se hubiera ensañado con la población activa, o con los niños que un día nos tendrá que salvar el culo, quien duda de que la actuación habría sido otra? Todo esto nos aterra porque ya lo hemos visto, que lo estamos viendo: los mismos que nos quieren vivos mientras los somos útiles, mañana por inútiles nos enterrarán. Y también nos aterra porque, si lo queremos cambiar, como ha pasado a los gobiernos ante la pandemia, puede que naltros también estemos haciendo tarde.

 

 

Marta Rojals

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