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Cuando a mi padre le dio alzhéimer, tuve que aprender a mentirle

Cuando mi padre se encontraba en deterioro a causa de la enfermedad de Alzheimer, una de las cosas sobre las que solíamos discutir mis hermanos y yo era si debíamos corregir sus confusiones.

Por ejemplo, mi padre, en su estado de deterioro, esperaba que su asistente trabajara a cambio de alojamiento y comida, y arremetía contra ella (y contra nosotros) cada vez que se enteraba de que había cobrado. Mis hermanos tendían a pensar que estaba bien mentirle sobre ese tipo de asuntos si eso le ayudaba (y nos ayudaba) a superar uno de sus estados de ánimo rencorosos.

Yo luchaba contra esta práctica por una cuestión de principios. Como médico, había visto cómo incluso el engaño bienintencionado, como ocultar malas noticias, podía ser perjudicial. Para mí, una relación sana con nuestro padre, incluso en su estado debilitado, solo podía basarse en la verdad y la confianza. Las pequeñas mentiras, aunque se dijeran con la mejor intención, socavarían su dignidad y erosionarían la poca conexión que nos quedaba con él.

En este caso, el desacuerdo entre mis hermanos y yo reflejaba un debate más amplio en la comunidad médica durante las últimas décadas sobre la mejor manera de tratar a los pacientes con demencia. ¿Deben ceder las exigencias éticas de decir la verdad a las necesidades cotidianas del cuidado de la demencia? ¿O decir la verdad es siempre la mejor manera de mantener la dignidad de los pacientes y de atender su salud mental?

Aunque comencé el proceso de la enfermedad de mi padre con la opinión de que ser sincero con él era primordial, mi experiencia cuidándolo, así como la investigación y el reportaje que hice para un libro, me llevaron a cambiar de postura. Ahora creo que mentir puede ser la mejor estrategia que puede utilizar un cuidador de personas con demencia, no solo desde el punto de vista práctico, sino también moral. El engaño, creo ahora, puede defender una concepción diferente de la dignidad del paciente, respetando la integridad de su visión del mundo, por muy torcida que esté.

Hasta las décadas de 1980 y 1990 se desaconsejaba de manera sistemática mentir a los pacientes con demencia. En su lugar, la llamada orientación a la realidad era la norma: obligar a los pacientes con demencia a enfrentarse a la dura verdad incluso si conllevaba una angustia considerable, por ejemplo, saber que un ser querido estaba realmente muerto, por ejemplo, o que el paciente vivía ahora en una residencia y nunca volvería a casa. Se trataba de proporcionar a la persona una mayor comprensión de su época, lugar y entorno. Era una visión sobre el tratamiento, pero también sobre la ética del cuidado y el respeto.

Pero en la década de 1990, una ama de casa inglesa llamada Penny Garner, cuya madre, Dorothy, padecía demencia, empezó a defender un nuevo enfoque. Garner se dio cuenta de que permitir a Dorothy tener su perspectiva, por absurda que fuera, la mantenía tranquila y feliz.

Este fue el origen de un planteamiento conocido a menudo como engaño terapéutico (un concepto anterior se denominaba terapia de validación), que animaba a los cuidadores a seguir la corriente de los pensamientos de un paciente, aunque fueran erróneos o ilusorios o estuvieran en conflicto con la realidad. Se decía a los cuidadores que no debían introducir ficciones que los pacientes no tuvieran ya, pero que tampoco debían luchar contra sus delirios reconfortantes. Garner introdujo su sistema como voluntaria en un hospital, y finalmente fue expuesto en un libro a través de su yerno, el psicólogo Oliver James.

No es sorprendente que muchos expertos estuvieran en desacuerdo con este planteamiento. La Sociedad Británica de Alzheimer publicó la siguiente declaración: “Nos cuesta trabajo ver cómo engañar de manera sistemática a alguien con demencia puede formar parte de una auténtica relación de confianza en la que se escucha la voz de la persona y se promueven sus derechos”.

No obstante, la idea de Garner se utiliza ahora en centros de atención a la demencia de Estados Unidos, Canadá, Francia y otros países. Mientras investigaba sobre el alzhéimer, visité varios centros de este tipo, incluyendo uno en los Países Bajos, al sureste de Ámsterdam. El lugar llamado Hogeweyk, introdujo un modelo innovador de atención cuando abrió una “aldea de la demencia” en 2009. Sus cerca de 150 residentes, la mayoría con enfermedades avanzadas que requieren asistencia las 24 horas del día, podían moverse libremente por los edificios y espacios exteriores, aunque bajo la atenta mirada de cámaras y cerca de 250 cuidadores.

Los residentes viven en casas individuales, cada una con un estilo distintivo —alta burguesía o suburbio, por ejemplo—, seleccionadas en función de sus gustos y preferencias antes de ser trasladados a la aldea. Durante el día, pueden pasear, vigilados por los cuidadores que atienden el supermercado y la peluquería, etcétera. Pueden ir al mercado con un cuidador, animándolos a creer que están ayudando a hacer la compra para la cena. Si se pierden, siempre hay alguien cerca que los ayuda a volver a casa.

Las comodidades del pueblo son extraordinarias, pero durante mi visita me mostré escéptico. ¿No era una especie de aldea Potemkin, con sus casas cuidadosamente decoradas y sus cuidadores que se hacen pasar por jardineros? ¿No era un decorado, como en la película “El show de Truman”, diseñado para convencer a los residentes de algo que no era cierto: que seguían en casa?

Mi guía se opuso a mis preguntas. “Eso no es mentir”, aclaró. “Es enfrentarse a la demencia tal y como es”. Y continuó: “Si un paciente pregunta por su hija y sabes que no va a venir, le dices: ‘Vendrá en un par de horas’”.

Era mejor validar la perspectiva de un residente que intentar inútilmente reorientarlo, una y otra vez, explicó. Si un residente quería irse a casa y sabías que no era posible, era mejor distraer a la persona, aunque eso significara dejarlo esperar en una parada de autobús falsa hasta que se cansara y olvidara lo que estaba esperando.

Visitando residencias de ancianos y hablando con médicos, además de hacer el duro trabajo de cuidar a mi padre, llegué a simpatizar con este punto de vista. Sigo sin creer que deberíamos mentir a nuestros seres queridos con demencia como algo normal. Sin embargo, he aprendido que la relación entre la ética y el tratamiento de la demencia es complicada. Las exigencias de decir la verdad entran en tensión con otros imperativos morales, como el consuelo, la tranquilidad y la empatía.

Para mí, este cambio de perspectiva comenzó el día en que mi padre expulsó de su casa a su ayudante, Harwinder, tras enterarse de nuevo que le habían pagado. Me acerqué a la casa para intentar razonar con él. Sabía que, si Harwinder dejaba de trabajar para él, seguramente sería el fin de su vida independiente. Acabaría en un centro cerrado de cuidados para gente con demencia, como tantos otros pacientes que sufren ese trastorno.

Cuando llegué a la casa, Harwinder salió a mi encuentro. Me contó que, después de que mi padre la echó, volvió a entrar a hurtadillas y se escondió en un armario de la habitación de invitados para poder vigilarlo hasta que yo apareciera.

Le pedí que se quedara en la entrada y entré. Después de darle de comer a mi padre, lo llevé arriba a dormir la siesta.

Cuando se estaba durmiendo, bajé e hice un gesto a Harwinder para que me siguiera al dormitorio. Estaba detrás de mí cuando mi padre abrió los ojos.

“Mira, papá, Harwinder ha vuelto”, le dije. La miró con desconfianza.

“Dice que lo siente”, le dije. “Me dijo que trabajaría gratis. Sin dinero. Solo comida y refugio”.

Su rostro se relajó y distinguí una leve sonrisa. “De acuerdo”, le dijo. “Pase, por favor”.

 

Ed Alcock para The New York Times

(C) The New York Times.-

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